jueves, 4 de julio de 2019

Historia del suelo urbano no consolidado: 1ª etapa (Ley de 1956)

Desde la Ley del Suelo de 1956 –acta fundacional del derecho urbanístico español y cuyos rasgos siguen vigentes más de seis décadas después– el régimen jurídico del derecho de propiedad del suelo se construye a partir de la división de la totalidad del territorio en tres clases de suelo. A través de los instrumentos de planeamiento general, cada municipio español, debía dividirse en suelos urbanos, urbanizables y rústicos; es decir, los terrenos que ya formaban parte de los núcleos urbanos, los que en el momento de formulación del Plan no eran parte de núcleos de población pero, de acuerdo a éste, estaban destinados a serlo, y los que no formando parte de los núcleos urbanos debían seguir así.

En la Ley de 1956 el suelo urbano lo constituían los terrenos comprendidos dentro del perímetro de los cascos de población, los que estuvieran urbanizados y también los sectores no urbanizados pero que contaran con plan parcial de ordenación (artículo 63.1). Nótese que el que los terrenos estuvieran urbanizados era ya condición bastante para que el Plan los clasificara como suelo urbano, independientemente de su inserción en trama urbana –criterio que aparecería después–. Pero la urbanización no era requisito imprescindible; también eran suelo urbano los terrenos no urbanizados comprendidos dentro del perímetro de los cascos de población (y lo que tuvieran plan parcial aprobado).

El artículo citado se aplicaba al elaborar los planes generales. El redactor había de dibujar el perímetro del casco de población y clasificar como suelo urbano todo lo que quedaba en su interior, adscribiéndose a tal clase las “bolsas” de suelos no urbanizados que solían abundar en esos ámbitos. Hay que recordar además que los planes que se elaboraron durante la década de los sesenta respondieron en su mayoría a una concepción desarrollista y expansiva del urbanismo, lo que se tradujo en delimitaciones de los núcleos urbanos que no solo incluían grandes espacios vacantes interiores sino que incluso ampliaban sus perímetros bastante más allá de los terrenos urbanizados y/o edificados.

Si bien en sentido amplio el concepto de suelo urbano era el mismo que en la actualidad, su aplicación práctica a través de los planes supuso asignar esta clasificación a amplias extensiones de terreno carentes de urbanización. Así, los planes realizados durante los años sesenta (periodo marcado por una concepción desarrollista y expansiva del urbanismo) delimitaban cascos urbanos –clasificados en su totalidad como suelos urbanos– que incluían grandes espacios vacantes e incluso ampliaban sus perímetros bastante más allá de los terrenos urbanizados y/o edificados.

A ello hay que sumar que en esa etapa del urbanismo español la gran mayoría de los municipios carecía de planeamiento. En tales casos, para identificar los suelos urbanos se aplicaba el artículo 66.2 que atribuía tal clasificación a los terrenos comprendidos en un perímetro edificado al menos en el veinte por ciento de su extensión superficial. Este precepto, convalidado repetidamente por la jurisprudencia, posibilitó la edificación en parcelas no urbanizadas y al exterior de los perímetros de los cascos urbanos, toda vez que se justificaba su carácter de urbanas. Incluso se recurrió a esta concepción expansionista del suelo urbano para implantar, al margen del planeamiento general, verdaderas nuevas urbanizaciones (tanto de promoción privada como pública) completamente exteriores y hasta alejadas de los núcleos de población preexistentes.

Así pues, aunque en lo fundamental el concepto de suelo urbano del legislador de 1956 se correspondía con el actual, su concreción –y laxitud– en la práctica permitió considerar como urbanos terrenos que hoy en ningún caso lo serían. Ahora bien, al margen la realidad fáctica de los terrenos clasificados como suelo urbano, éstos no podían ser edificados hasta adquirir la condición de solar (art. 67). Los propietarios de suelo urbano sin condición de solar estaban obligados a ceder los terrenos para viarios, parques y jardines así como a ejecutar a su costa la urbanización (art. 66.3) y llevar a cabo todas estas operaciones en un sistema de equidistribución (art. 114).

En resumen: durante el periodo en el que el urbanismo español se desarrolló al amparo de la Ley del Suelo de 1956, no existió lo que hoy llamamos suelo urbano no consolidado. Solo había suelo urbano, sin dividirlo, al menos nominalmente, en categorías diferenciadas. Sin embargo, dado que la definición y aplicación práctica de la Ley llevaba a una clasificación expansiva del suelo urbano, los propietarios de suelo urbano que no tenían la condición de solar estaban obligados a cumplir unos deberes que anticipaban los que en la actualidad se imponen a los propietarios del suelo urbano no consolidado. Dicho de otra forma: había de hecho dos regímenes jurídicos para el suelo urbano, aunque ello no se tradujera expresamente en dos categorías diferenciadas.

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