Hacia principios de la década de los
setenta había un consenso generalizado en que era necesario un mayor
rigor en la clasificación del suelo urbano. En la exposición de motivos
de la Reforma de 1975 se explicaba que “la definición del suelo urbano
se depura de las ambigüedades de la actual y se hace depender del hecho
físico de la urbanización básica, y aunque en el momento de la
aprobación del Plan se encomienda a éste una delimitación de ese suelo,
no por eso el concepto pierde su carácter dinámico”. Añadía el
legislador de 1975 que “por las propias características físicas del
suelo –básicamente urbanizado– y su inserción en la malla urbana, a
partir de una regulación de detalle que incorpora el propio Plan
General, se agiliza el proceso de terminación de la urbanización”. Con
estas intenciones, la definición que se establece en el artículo 63 (que
pasará a ser el 78 en el Texto Refundido de 1976) es la siguiente: “constituirán el suelo urbano:
a)
Los terrenos a los que el Plan incluya en esa clase por contar con
acceso rodado, abastecimiento de agua, evacuación de aguas y suministro
de energía eléctrica, o por estar comprendidos en áreas consolidadas por
la edificación, al menos, en dos terceras partes de su superficie, en
la forma que aquél determine”.
b)
Los que, en ejecución del Plan, lleguen a disponer de los mismos
elementos de urbanización a que se refiere el párrafo anterior”.
La
distinción en las dos letras de este precepto responde a dos tipos de
visiones sobre el suelo urbano que algunos autores han denominado,
respectivamente, estática y dinámica. La letra a), en efecto, exige que
los terrenos cuenten con unos requisitos fácticos para ser urbanos,
mientras que la letra b) está pensada para terrenos que están en proceso
de urbanización y que pasarán a ser suelo urbano una vez que hayan
acabado tales obras. Como es obvio, la verificación del cumplimiento de
las condiciones de la letra a) la debe hacer el Plan en el momento en
que establece la clasificación. En cambio, los terrenos que cumplen la
letra b) –y, por tanto, también son urbanos– adquieren esta condición
cuando se urbanizan, lo que ocurre después de la aprobación de un Plan
en el que no han sido clasificados como urbanos sino como urbanizables.
Justamente
atendiendo a esta diferenciación, el Reglamento de Planeamiento de
1978, al regular las determinaciones de los planes generales municipales
de ordenación, establece en el artículo 21 los requisitos que tienen
que cumplir los terrenos para que aquéllos los clasifiquen como urbanos:
“Para que el Plan General clasifique terrenos como urbanos,
incluyéndolos en la delimitación que a tal efecto establezca, será
preciso que reúnan algunos de los siguientes requisitos:
a)
Que los terrenos estén dotados de acceso rodado, abastecimiento de
agua, evacuación de aguas residuales y suministro de energía eléctrica,
debiendo tener estos servicios características adecuadas para servir a
la edificación que sobre ellos exista o se haya de construir.
b)
Que los terrenos, aun careciendo de algunos de los servicios citados en
el párrafo anterior, tengan su ordenación consolidada, por ocupar la
edificación, al menos, dos terceras partes de los espacios aptos para la
misma según la ordenación que el Plan General para ellos proponga. El
Plan deberá señalar las operaciones de reforma interior o acciones
concretas de urbanización precisas para conseguir los niveles de
dotación necesarios de los servicios mínimos señalados en el apartado a)
de este artículo”.
Puede
convenir completar la definición del suelo urbano de la primera reforma
con la aportación del Real Decreto-ley 16/1981, de 16 de octubre, de
adaptación de planes generales de ordenación urbana, hoy olvidado pero
que tuvo mucha aplicación en el urbanismo municipal de los años ochenta.
Ante el escaso número de municipios que habían adaptado (o formulado)
su planeamiento general a la nueva Ley, y hasta tanto las preceptivas
adaptaciones entraran en vigor, con este Decreto-Ley se pretendía
establecer transitoriamente un régimen jurídico acorde con el nuevo
marco legal. A nuestros efectos, interesa recordar el texto del artículo
segundo uno: “Los terrenos clasificados como suelo urbano o reserva
urbana en Planes generales o normas subsidiarias de planeamiento aún no
adaptados se consideran suelo urbano siempre que se encuentren en alguno
de estos supuestos:
a)
Terrenos que estén dotados de acceso rodado, abastecimiento de agua,
evacuación de aguas residuales, suministro de energía eléctrica,
debiendo tener estos servicios características adecuadas para servir a
la edificación que sobre ellos exista o se haya de construir.
b)
Terrenos que, aun careciendo de algunos de los servicios citados en el
párrafo anterior, tengan su ordenación sólida, por ocupar la
edificación, al menos, dos terceras partes de los espacios aptos para la
misma, según la ordenación que el Plan general o la norma subsidiaria
para ellos prevea.
Interesa
destacar que a partir de 1975 se deja claro que el suelo urbano lo es
por su condición fáctica –es decir que esté urbanizado o edificado– y no
por la ordenación prevista (la mera aprobación del plan parcial deja de
conferir la clasificación de suelo urbano) . No obstante, también hay
que hacer notar que el legislador de 1975 se refería a unos terrenos
“básicamente urbanizados”; es decir, no pretendía que la urbanización
estuviera acabada y en pleno servicio para cada uno de los solares que
resultaran de la ordenación. Esta idea, no obstante, no quedaba del todo
clara en la redacción del artículo 63 que rezaba: “Constituirán el
suelo urbano … los terrenos a los que el Plan incluya en esa clase por
contar con acceso rodado, abastecimiento de agua, evacuación de aguas y
suministro de energía eléctrica”. El Reglamento de 1978, en su artículo 21, amplió brevemente esta definición: “que
los terrenos estén dotados de acceso rodado, abastecimiento de agua,
evacuación de aguas residuales y suministro de energía eléctrica,
debiendo tener estos servicios características adecuadas para servir a
la edificación que sobre ellos exista o se haya de construir”.
Ahora
bien, lo cierto es que la primera generación de planes generales
elaborados por los Ayuntamientos democráticos, al amparo de la reforma
legal y sus reglamentos de 1978, clasificaba como suelos urbanos las
“bolsas” sin urbanizar localizadas en el interior de los perímetros de
los núcleos de población. Estos terrenos –que se incluían en unidades de
actuación para gestionar y ejecutar las obras urbanizadoras y repartir
costes y beneficios entre los propietarios– no cumplían en la mayoría de
las ocasiones los requisitos legales para merecer la clasificación de
suelo urbano, al menos si aquellos se aplicaban estrictamente. Pero
aunque esos ámbitos no estuvieran urbanizados (ni tampoco edificados en
sus dos terceras partes) se clasificaban como suelo urbano porque se
situaban dentro del perímetro del núcleo urbano, estaban –por decirlo
con los términos que luego se popularizaron– insertos en la malla
urbana. Esa era, en la práctica del planeamiento, la diferencia
fundamental entre las “bolsas” (unidades de actuación) de suelo urbano
no urbanizado y los sectores de suelo urbanizable, pues éstos,
normalmente de bastante mayor tamaño, se ubicaban por lo general al
exterior del perímetro de la ciudad, siendo las piezas previstas para la
extensión de ésta.
El
concepto de “inserción en la malla urbana” apareció, como ya se ha
dicho, en la Exposición de Motivos de la Reforma de 1975 pero,
curiosamente, no es mencionado en el texto articulado como un requisito
para la clasificación del suelo urbano. Tampoco el Reglamento de
Planeamiento de 1978 incorpora la inserción de los terrenos en la malla
urbana como requisito para que sean clasificados como suelo urbano. Fue
de hecho la jurisprudencia la que confirmó que el suelo urbano había de
formar parte de la malla urbana, añadiendo esta condición a las
señaladas explícitamente en la Ley. Hay varias sentencias del Supremo y
la más antigua que he encontrado es la del 30 de octubre de 1990 (STS
7772/1990) que, en su segundo fundamento de derecho, dice que “la
clasificación de unos terrenos como suelo urbano … exige no simplemente
el que los terrenos estén dotados de acceso rodado, abastecimiento de
aguas, evacuación de aguas residuales y suministro de energía eléctrica
con las características adecuadas para servir a la edificación que sobre
ellos exista o se haya de construir, sino también … que el suelo esté
insertado en la malla urbana, es decir, que exista una urbanización
básica constituida por unas vías perimetrales y unas redes de suministro
de agua y energía eléctrica y de saneamiento de que puedan servirse los
terrenos, y que éstos, por su situación, no estén desligados
completamente del entramado urbanístico ya existente”. Esta
definición jurisprudencial de malla urbana que ha mantenido siempre el
Supremo (y que incorpora textualmente la Ley del Suelo de Canarias en su
artículo 46.2) no es, desde luego, muy afortunada. Pero, al margen de
sus deficiencias de redacción, deja claro que los magistrados estaban
pensando que esas bolsas vacantes dentro de los núcleos urbanos –que
aunque no estuvieran interiormente urbanizadas sí contaban con servicios
urbanísticos en su perímetro– podían considerarse suelos urbanos.
En
todo caso, la propia Ley amparaba que esas bolsas no urbanizadas del
interior de los núcleos urbanos pudieran clasificarse como suelo urbano,
toda vez que contemplaba que sobre esta clase de suelo pudieran
ejecutarse actuaciones urbanísticas que, en ese marco, se referían
siempre a urbanización. La diferencia a estos efectos con el suelo
urbanizable era que éste debía de ejecutarse por polígonos completos
–ámbitos de suficiente tamaño para asumir las cesiones obligatorias y
tener autonomía en sí mismos–, mientras que en suelo urbano se admitía
la ejecución por unidades de actuación a las que no se les exigían las
cesiones de suelo, justamente porque se suponía que la mayoría de esas
bolsas serían de tamaño y características insuficientes.
En
resumen, en el marco del Texto refundido de 1976 y de sus Reglamentos
seguía sin existir el suelo urbano no consolidado. Sin embargo, era cada
vez más claro que había dos tipos de suelo urbano: uno que ya estaba
urbanizado y otro que, aunque inserto en la malla urbana, no lo estaba
y, por tanto, había de someterse al proceso de gestión y ejecución
urbanística. Este segundo –que pasará con los años a bautizarse como no
consolidado– se parecía mucho más en su régimen jurídico-urbanístico
(derechos y deberes de los propietarios) al urbanizable que al resto del
suelo urbano, lo cual –como se verá en posteriores entradas– está en la
base de no pocos problemas y debilita la congruencia del sistema de la
clasificación de suelo. Quizá hubiera debido optarse –en 1975 o en
alguna de las reformas posteriores– por limitar el suelo urbano al que
no requiriera de actuaciones de urbanización y llamar urbanizable al que
luego fue urbano no consolidado (sin perjuicio de que se introdujeran
cuantos matices regulatorios hubiera convenido para distinguir entre las
bolsas interiores al perímetro de la ciudad y los sectores que lo
extienden). Pero no se hizo así, probablemente –creo yo– por el temor al
excesivo impacto psicológico que habría tenido en los propietarios que
sus suelos urbanos con la Ley de 1956 perdieran tan prestigiosa calidad.
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