lunes, 15 de julio de 2019

Historia del suelo urbano no consolidado: 2ª etapa (la Reforma de 1975, el Texto Refundido de 1976 y los Reglamentos)

Hacia principios de la década de los setenta había un consenso generalizado en que era necesario un mayor rigor en la clasificación del suelo urbano. En la exposición de motivos de la Reforma de 1975 se explicaba que “la definición del suelo urbano se depura de las ambigüedades de la actual y se hace depender del hecho físico de la urbanización básica, y aunque en el momento de la aprobación del Plan se encomienda a éste una delimitación de ese suelo, no por eso el concepto pierde su carácter dinámico”. Añadía el legislador de 1975 que “por las propias características físicas del suelo –básicamente urbanizado– y su inserción en la malla urbana, a partir de una regulación de detalle que incorpora el propio Plan General, se agiliza el proceso de terminación de la urbanización”. Con estas intenciones, la definición que se establece en el artículo 63 (que pasará a ser el 78 en el Texto Refundido de 1976) es la siguiente: “constituirán el suelo urbano: 
 
a) Los terrenos a los que el Plan incluya en esa clase por contar con acceso rodado, abastecimiento de agua, evacuación de aguas y suministro de energía eléctrica, o por estar comprendidos en áreas consolidadas por la edificación, al menos, en dos terceras partes de su superficie, en la forma que aquél determine”. 
 
b) Los que, en ejecución del Plan, lleguen a disponer de los mismos elementos de urbanización a que se refiere el párrafo anterior”. 
 
La distinción en las dos letras de este precepto responde a dos tipos de visiones sobre el suelo urbano que algunos autores han denominado, respectivamente, estática y dinámica. La letra a), en efecto, exige que los terrenos cuenten con unos requisitos fácticos para ser urbanos, mientras que la letra b) está pensada para terrenos que están en proceso de urbanización y que pasarán a ser suelo urbano una vez que hayan acabado tales obras. Como es obvio, la verificación del cumplimiento de las condiciones de la letra a) la debe hacer el Plan en el momento en que establece la clasificación. En cambio, los terrenos que cumplen la letra b) –y, por tanto, también son urbanos– adquieren esta condición cuando se urbanizan, lo que ocurre después de la aprobación de un Plan en el que no han sido clasificados como urbanos sino como urbanizables. 
 
Justamente atendiendo a esta diferenciación, el Reglamento de Planeamiento de 1978, al regular las determinaciones de los planes generales municipales de ordenación, establece en el artículo 21 los requisitos que tienen que cumplir los terrenos para que aquéllos los clasifiquen como urbanos: “Para que el Plan General clasifique terrenos como urbanos, incluyéndolos en la delimitación que a tal efecto establezca, será preciso que reúnan algunos de los siguientes requisitos: 
 
a) Que los terrenos estén dotados de acceso rodado, abastecimiento de agua, evacuación de aguas residuales y suministro de energía eléctrica, debiendo tener estos servicios características adecuadas para servir a la edificación que sobre ellos exista o se haya de construir. 
 
b) Que los terrenos, aun careciendo de algunos de los servicios citados en el párrafo anterior, tengan su ordenación consolidada, por ocupar la edificación, al menos, dos terceras partes de los espacios aptos para la misma según la ordenación que el Plan General para ellos proponga. El Plan deberá señalar las operaciones de reforma interior o acciones concretas de urbanización precisas para conseguir los niveles de dotación necesarios de los servicios mínimos señalados en el apartado a) de este artículo”. 
 
Puede convenir completar la definición del suelo urbano de la primera reforma con la aportación del Real Decreto-ley 16/1981, de 16 de octubre, de adaptación de planes generales de ordenación urbana, hoy olvidado pero que tuvo mucha aplicación en el urbanismo municipal de los años ochenta. Ante el escaso número de municipios que habían adaptado (o formulado) su planeamiento general a la nueva Ley, y hasta tanto las preceptivas adaptaciones entraran en vigor, con este Decreto-Ley se pretendía establecer transitoriamente un régimen jurídico acorde con el nuevo marco legal. A nuestros efectos, interesa recordar el texto del artículo segundo uno: “Los terrenos clasificados como suelo urbano o reserva urbana en Planes generales o normas subsidiarias de planeamiento aún no adaptados se consideran suelo urbano siempre que se encuentren en alguno de estos supuestos: 
 
a) Terrenos que estén dotados de acceso rodado, abastecimiento de agua, evacuación de aguas residuales, suministro de energía eléctrica, debiendo tener estos servicios características adecuadas para servir a la edificación que sobre ellos exista o se haya de construir. 
 
b) Terrenos que, aun careciendo de algunos de los servicios citados en el párrafo anterior, tengan su ordenación sólida, por ocupar la edificación, al menos, dos terceras partes de los espacios aptos para la misma, según la ordenación que el Plan general o la norma subsidiaria para ellos prevea
 
Interesa destacar que a partir de 1975 se deja claro que el suelo urbano lo es por su condición fáctica –es decir que esté urbanizado o edificado– y no por la ordenación prevista (la mera aprobación del plan parcial deja de conferir la clasificación de suelo urbano) . No obstante, también hay que hacer notar que el legislador de 1975 se refería a unos terrenos “básicamente urbanizados”; es decir, no pretendía que la urbanización estuviera acabada y en pleno servicio para cada uno de los solares que resultaran de la ordenación. Esta idea, no obstante, no quedaba del todo clara en la redacción del artículo 63 que rezaba: “Constituirán el suelo urbano … los terrenos a los que el Plan incluya en esa clase por contar con acceso rodado, abastecimiento de agua, evacuación de aguas y suministro de energía eléctrica”. El Reglamento de 1978, en su artículo 21, amplió brevemente esta definición: “que los terrenos estén dotados de acceso rodado, abastecimiento de agua, evacuación de aguas residuales y suministro de energía eléctrica, debiendo tener estos servicios características adecuadas para servir a la edificación que sobre ellos exista o se haya de construir”. 
 
Ahora bien, lo cierto es que la primera generación de planes generales elaborados por los Ayuntamientos democráticos, al amparo de la reforma legal y sus reglamentos de 1978, clasificaba como suelos urbanos las “bolsas” sin urbanizar localizadas en el interior de los perímetros de los núcleos de población. Estos terrenos –que se incluían en unidades de actuación para gestionar y ejecutar las obras urbanizadoras y repartir costes y beneficios entre los propietarios– no cumplían en la mayoría de las ocasiones los requisitos legales para merecer la clasificación de suelo urbano, al menos si aquellos se aplicaban estrictamente. Pero aunque esos ámbitos no estuvieran urbanizados (ni tampoco edificados en sus dos terceras partes) se clasificaban como suelo urbano porque se situaban dentro del perímetro del núcleo urbano, estaban –por decirlo con los términos que luego se popularizaron– insertos en la malla urbana. Esa era, en la práctica del planeamiento, la diferencia fundamental entre las “bolsas” (unidades de actuación) de suelo urbano no urbanizado y los sectores de suelo urbanizable, pues éstos, normalmente de bastante mayor tamaño, se ubicaban por lo general al exterior del perímetro de la ciudad, siendo las piezas previstas para la extensión de ésta.
 
El concepto de “inserción en la malla urbana” apareció, como ya se ha dicho, en la Exposición de Motivos de la Reforma de 1975 pero, curiosamente, no es mencionado en el texto articulado como un requisito para la clasificación del suelo urbano. Tampoco el Reglamento de Planeamiento de 1978 incorpora la inserción de los terrenos en la malla urbana como requisito para que sean clasificados como suelo urbano. Fue de hecho la jurisprudencia la que confirmó que el suelo urbano había de formar parte de la malla urbana, añadiendo esta condición a las señaladas explícitamente en la Ley. Hay varias sentencias del Supremo y la más antigua que he encontrado es la del 30 de octubre de 1990 (STS 7772/1990) que, en su segundo fundamento de derecho, dice que “la clasificación de unos terrenos como suelo urbano … exige no simplemente el que los terrenos estén dotados de acceso rodado, abastecimiento de aguas, evacuación de aguas residuales y suministro de energía eléctrica con las características adecuadas para servir a la edificación que sobre ellos exista o se haya de construir, sino también … que el suelo esté insertado en la malla urbana, es decir, que exista una urbanización básica constituida por unas vías perimetrales y unas redes de suministro de agua y energía eléctrica y de saneamiento de que puedan servirse los terrenos, y que éstos, por su situación, no estén desligados completamente del entramado urbanístico ya existente”. Esta definición jurisprudencial de malla urbana que ha mantenido siempre el Supremo (y que incorpora textualmente la Ley del Suelo de Canarias en su artículo 46.2) no es, desde luego, muy afortunada. Pero, al margen de sus deficiencias de redacción, deja claro que los magistrados estaban pensando que esas bolsas vacantes dentro de los núcleos urbanos –que aunque no estuvieran interiormente urbanizadas sí contaban con servicios urbanísticos en su perímetro– podían considerarse suelos urbanos.
 
En todo caso, la propia Ley amparaba que esas bolsas no urbanizadas del interior de los núcleos urbanos pudieran clasificarse como suelo urbano, toda vez que contemplaba que sobre esta clase de suelo pudieran ejecutarse actuaciones urbanísticas que, en ese marco, se referían siempre a urbanización. La diferencia a estos efectos con el suelo urbanizable era que éste debía de ejecutarse por polígonos completos –ámbitos de suficiente tamaño para asumir las cesiones obligatorias y tener autonomía en sí mismos–, mientras que en suelo urbano se admitía la ejecución por unidades de actuación a las que no se les exigían las cesiones de suelo, justamente porque se suponía que la mayoría de esas bolsas serían de tamaño y características insuficientes.
 
En resumen, en el marco del Texto refundido de 1976 y de sus Reglamentos seguía sin existir el suelo urbano no consolidado. Sin embargo, era cada vez más claro que había dos tipos de suelo urbano: uno que ya estaba urbanizado y otro que, aunque inserto en la malla urbana, no lo estaba y, por tanto, había de someterse al proceso de gestión y ejecución urbanística. Este segundo –que pasará con los años a bautizarse como no consolidado– se parecía mucho más en su régimen jurídico-urbanístico (derechos y deberes de los propietarios) al urbanizable que al resto del suelo urbano, lo cual –como se verá en posteriores entradas– está en la base de no pocos problemas y debilita la congruencia del sistema de la clasificación de suelo. Quizá hubiera debido optarse –en 1975 o en alguna de las reformas posteriores– por limitar el suelo urbano al que no requiriera de actuaciones de urbanización y llamar urbanizable al que luego fue urbano no consolidado (sin perjuicio de que se introdujeran cuantos matices regulatorios hubiera convenido para distinguir entre las bolsas interiores al perímetro de la ciudad y los sectores que lo extienden). Pero no se hizo así, probablemente –creo yo– por el temor al excesivo impacto psicológico que habría tenido en los propietarios que sus suelos urbanos con la Ley de 1956 perdieran tan prestigiosa calidad.

 

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