jueves, 18 de julio de 2019

Historia del suelo urbano no consolidado: 3ª etapa (la Reforma de 1990, el Texto Refundido de 1992 y la STC 61/1997)

Al principio de su tercera legislatura con mayoría absoluta, el gobierno de Felipe González se animó a promulgar la reforma de la Ley del Suelo (Ley 8/1990), cuyo objetivo principal fue la regulación exhaustiva y sistemática del contenido del derecho de propiedad inmueble que pasaba a tener un carácter dinámico: los propietarios adquirían gradualmente facultades urbanísticas (derechos a urbanizar, al aprovechamiento, a edificar y a la edificación) a medida que cumplían los correspondientes deberes. La motivación de la reforma era la misma de siempre: combatir el fuerte incremento del precio del suelo y su repercusión en los precios finales de las viviendas y, para ello, se entendía imprescindible vincular el derecho de propiedad al cumplimiento efectivo de su función social. Conscientes los redactores de la Ley de que las competencias urbanísticas en materia de ordenación del territorio y urbanismo radicaban en las Comunidades Autónomas, defendieron que se limitaban a la fijación de las condiciones básicas para asegurar la igualdad de todos los españoles en el ejercicio de los derechos y deberes, delimitando la función social de la propiedad. Además, la preocupación por no invadir competencias autonómicas se reflejaba en señalar para cada precepto de la Ley si tenía carácter básico, aplicación plena o supletoria (si la Comunidad Autónoma no había regulado al respecto). Comento por último a modo de introducción que la reforma introducía algunas técnicas en la gestión que habían sido ensayadas (y discutidas en los tribunales) en planes urbanísticos (las transferencias de aprovechamiento de algunos planes municipales de la provincia de Alicante, desarrolladas bajo la dirección de Javier García Bellido; las reparcelaciones económicas del plan general de Mieres, de Leira, Gago y Solana). 
 
En lo que nos interesa, esta Reforma y el posterior texto refundido de 1992 (Real Decreto Legislativo 1/1992, de 26 de junio) no aportan cambios a la definición del suelo urbano proveniente de la legislación previa y tampoco introducen la división de éste en categorías. No obstante, la nueva Ley ya esbozaba la futura división del suelo urbano cuando diferenciaba dentro de esta clase entre los terrenos en los que se actuaba mediante unidades de actuación y aquéllos que quedaban fuera de éstas. En el esquema legal de adquisición gradual de facultades urbanísticas, los terrenos en suelo urbano que requerían ser urbanizados habían de incluirse en unidades de actuación (actuaciones sistemáticas) para, una vez ejecutadas mediante el cumplimiento de los deberes de cesión, equidistribución y urbanización en los plazos fijados, adquirir el derecho al aprovechamiento. En cambio, los terrenos de suelo urbano que ya estaban urbanizados (y, por tanto, se suponía que en su proceso de urbanización habían cumplido los deberes urbanísticos) no se incluían en unidades de actuación y pasaban a tener derecho al aprovechamiento siempre que estuviera aprobado el “planeamiento preciso” (hoy diríamos la ordenación pormenorizada). 
 
En el suelo urbano había pues dos regímenes de la propiedad claramente diferentes, según los terrenos hubieran o no de urbanizarse, distinción que más adelante pasaría a convertirse en las dos categorías actuales de suelo urbano no consolidado y suelo urbano consolidado. En el primer caso, se mantenía (con una mayor precisión reguladora) el modelo de gestión ya asentado desde la Ley de 1975 (desarrollado exhaustivamente en el Reglamento de Gestión de 1978) que, con muy ligeras alteraciones, se ha prolongado hasta la fecha actual en todas las comunidades autónomas (entre ellas, en Canarias). En el segundo caso –lo que hoy llamamos suelo urbano consolidado– no había gestión “colectiva”; es decir, el propietario de cada parcela con derecho al aprovechamiento adquiría individualmente el derecho a edificar presentando la correspondiente licencia, más o menos igual que en la actualidad. Sin embargo, el aprovechamiento a que tenía derecho no tenía por qué coincidir con el resultante de la ordenación urbanística sobre su parcela (normalmente éste era mayor que el primero) por lo que, para patrimonializar la edificación, tenía que adquirir la diferencia de aprovechamiento, lo que se resolvía a través de diferentes mecanismos –entre ellos el Registro de Transferencias de Aprovechamientos que llegó a implantarse en algunos municipios, aunque tuvo muy efímera vida–. 
 
Pese a las argumentaciones del Estado defendiendo el encaje de la nueva regulación legal en el marco competencial resultante de las transferencias a las Comunidades Autónomas, lo cierto es que varias de éstas no quedaron convencidas y presentaron recursos de inconstitucionalidad. Como es sobradamente conocido, mediante la sentencia 16/1997 de 20 de marzo, el Tribunal Constitucional derogó la casi totalidad de la reforma, fundamentalmente por razones competenciales. Esta sentencia es de tremenda importancia, más allá del estricto ámbito del derecho urbanístico y territorial, porque vino a establecer un primer marco regulatorio de las relaciones entre el Estado y las CCAA (demasiado radical para algunos que, de hecho, fue matizado en posteriores pronunciamientos del mismo alto Tribunal). Pero, en lo que nos interesa, su significado fue que limitó la vigencia temporal de la reforma de 1990 a unos pocos años, periodo insuficiente para que la misma se tradujera en cambios significativos en el planeamiento español. Ahora bien, ello no supuso que careciera de efectos relevantes; a mi juicio, hay que destacar al menos dos. De un lado, evidenció, al acometer tan exhaustiva regulación, la estrecha relación entre el planeamiento y el contenido de la propiedad, asunto crucial y fuertemente ideologizado que, poco después de la sentencia y con el Partido Popular en el gobierno de la Nación, se tradujo en la promulgación de una nueva reforma legal, desde una concepción radicalmente opuesta. De otra parte, motivó a la mayoría de las Comunidades Autónomas a afrontar la elaboración de sus propias leyes urbanísticas de carácter integral (ya varias habían legislado sobre aspectos parciales). El cambio de siglo marca pues el momento en el que el protagonismo de la regulación urbanística corresponderá a las normas autonómicas y será en ellas donde se desarrollará la historia del suelo urbano no consolidado. No obstante, antes hay que referirse a la reforma de 1998, la conocida en su día como la “Ley del Suelo de Aznar”.

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