sábado, 4 de julio de 2020

Aprovechamiento urbanístico: una introducción

Es una obviedad que el precio del suelo depende directamente de lo que puede hacerse en él. Y lo que se puede hacer en cada terreno lo establecen los planes de urbanismo. Consecuentemente, son los planes los que marcan en una grandísima medida el precio de cada terreno. No estoy diciendo que no intervenga el mercado (ente misterioso y muy mitificado por algunos) en los precios inmobiliarios, pero éste opera dentro de los márgenes normativos del planeamiento. En un suelo rústico, por ejemplo, en el que esté prohibida la construcción de vivienda, el precio del terreno no se puede determinar como si se pudiera edificar una casa. Simplemente esos terrenos quedan excluidos del mercado del suelo residencial. Al menos en teoría, porque es sabido que la posibilidad, muy ilegal que sea, de construir incumpliendo la norma siempre existe, pero abordar ese asunto no es objeto de esta entrada. 

Desde los inicios del derecho urbanístico español existió la clara conciencia de que las determinaciones de los planes condicionaban el precio del suelo. Así, ya la primera Ley del Suelo (1956), en su exposición de motivos, señala que el valor (expectante lo llamaba) “corresponde a las posibilidades reales de edificación o de utilización urbana”. Pero, lo que me interesa ahora destacar, es que enseguida añadía: “de modo que el aumento de precio, que legítimamente quepa admitir, se distribuya proporcionalmente entre todos los propietarios en situación similar”. Aparece por primera vez el que va a ser uno de los principios básicos de nuestro urbanismo: la distribución equitativa de los beneficios y cargas derivados del planeamiento. Desde luego, esa distribución equitativa que ha ido proclamándose y regulándose en las diversas normas legales, tanto estatales como autonómicas, dista mucho de ser perfecta. Pero tampoco esa es la cuestión que ahora me interesa. 

El planeamiento pues otorgaba beneficios (y cargas) a los propietarios del suelo y había que repartirlos, pero ¿cómo hacerlo? Ciertamente, lo más evidente habría sido traducir a dinero tanto los beneficios y cargas derivados de la ordenación y hacer el reparto mediante unidades monetarias; al fin y al cabo, qué duda cabe de que tanto beneficios como cargas se traducen en dinero. Sin embargo, en ningún momento de la evolución legislativa sobre urbanismo se quiso vincular directamente esos beneficios con unidades monetarias (aunque sí hay abundantes vínculos indirectos). En vez de ello se inventó una magnitud que los medía y a la que se bautizó ―en la reforma de 1975 de la Ley del Suelo― con el polisémico nombre de aprovechamiento (al que conviene añadir el adjetivo urbanístico para acotar su alcance). 

Ahora bien, el aprovechamiento nunca ha sido definido legalmente, nunca se ha establecido qué es esa magnitud. Eso no sería grave si se tratara de una magnitud ya conocida previamente. Por ejemplo la densidad de población, por citar una usada en el planeamiento que, derivada de su análoga física, expresa el grado de compacidad de un ámbito espacial, expresado en número de habitantes (o viviendas) por unidad de superficie. Sin embargo, lo único que las normas jurídicas nos dicen del aprovechamiento ―desde el Reglamento de Planeamiento de 1978― es cómo se calcula (homogeneizando la edificabilidad mediante ciertos coeficientes) y que se expresa en “unidades de aprovechamiento”, conocidas como udas. Una magnitud abstracta, poco comprensible y que, por ello, tiende a desvincularse en la práctica del planeamiento de la función para la que se concibió. 

Tampoco, que yo sepa, la jurisprudencia ha aportado una definición conceptual del aprovechamiento urbanístico. Por el contrario, en varias de las sentencias que he leído se aprecia no poca confusión respecto de este concepto, siendo habitual que se identifiquen aprovechamiento y edificabilidad (por ejemplo, la STS 2686/2012 que en su tercer fundamento de derecho apunta que “no debe confundirse el aprovechamiento urbanístico, al que podríamos referirnos como edificabilidad de un suelo …”) y, por tanto, lo expresen en m2c/m2s. No obstante, de las muchísimas sentencias en las que los magistrados del Supremo han citado el aprovechamiento sí queda claro que asocian claramente éste al valor económico de los terrenos (así se comprueba en multitud de pleitos sobre valoraciones de suelo). 

Hemos pues de recurrir a textos y manuales de urbanismo para buscar alguna aproximación al concepto de aprovechamiento. Lo cierto es que, aunque dispongo de unos cuantos, la mayoría elude definirlo, yendo directamente a profundizar en aspectos como los métodos de cálculo, las técnicas de reparto, etc. Recurro al excelente manual de Juli Esteban Noguera “Elementos de ordenación urbana” (1984) en el que concibe el aprovechamiento como la medida de la posibilidad de lucro privado que resulta de las edificabilidades y usos permitidos por el plan. En su posterior obra “La ordenación urbanística: conceptos, herramientas y prácticas” (2001) simplifica y mejora esa definición: “el aprovechamiento urbanístico pretende ser una medida de la capacidad del suelo para generar ganancias a través de la actuación urbanística”. Me gusta ese “pretende” porque, en efecto, el e aprovechamiento en la práctica pocas veces pasa de ser algo más que una pretensión. 

Ciertamente, el aprovechamiento se “inventó” para cuantificar los beneficios que producía la ordenación urbanística, inicialmente al permitir la urbanización de terrenos rústicos mediante su clasificación como urbanizables. Esos beneficios consisten en el muy significativo incremento del precio del suelo. La cuantía de ese incremento depende, sin duda, de la edificabilidad que asigna el plan a los terrenos; cuantos más metros cuadrados se puedan construir en una finca más valdrá ésta. Pero hay más factores que han de tenerse en cuenta para medir el incremento de valor derivado del plan, tales como los usos que se permiten, las tipologías arquitectónicas admitidas e incluso las condiciones de ubicación en relación a la estructura urbana del Plan. Por eso el aprovechamiento de unos terrenos ha de calcularse homogeneizando la edificabilidad que le da el plan mediante unos coeficientes que atienden a esos factores. El objeto es transformar m2 edificables independientes del uso y tipología en m2 edificables equivalentes en términos lucrativos; es decir, en udas. 

Naturalmente, para determinar esos coeficientes homogeneizadores hay que recurrir al mercado inmobiliario. Por ejemplo, si en una parte de la ciudad un solar destinado a comercio vale el doble que otro de igual dimensión y edificabilidad destinado a vivienda, el coeficiente de homogeneización para el uso comercial debería ser 2, asumiendo 1 para la vivienda. De esta manera, si dos propietarios tienen derecho a la misma cuantía de beneficios en un proceso reparcelatorio, y a uno se le asigna una parcela con una superficie edificable de 1.000 m2, al otro deberá corresponderle, en uso residencial, una parcela en la que pueda construir 2.000 m2. Lo que se reparte no es la edificabilidad sino el aprovechamiento (los beneficios) y ambos conceptos, aunque íntimamente vinculados, no son lo mismo. 

Sin embargo, pocos son los planes que se toman en serio los aprovechamientos y apenas se esfuerzan en hacer de esta determinación urbanística una adecuada medida de los beneficios de la ordenación. Ya el Reglamento de Planeamiento de 1978 exigía que la fijación de los coeficientes de homogeneización “deberá ser razonada exponiendo las motivaciones que han dado lugar a su determinación” pero basta revisar la memoria de cualquier plan general para comprobar que lo habitual es la ausencia de motivación (y cuando la hay, resulta bastante insuficiente). Aún así estos planes se aprueban sin que los diversos funcionarios encargados de verificar su legalidad digan nada a este respecto. Tampoco, por cierto, estos clamorosos defectos han sido causa de anulación de un plan (al menos de ninguno que yo conozca). Al fin y al cabo, como he comentado anteriormente, los magistrados parecen confundir edificabilidad y aprovechamiento. 

En mi opinión esto ocurre porque, a pesar de la insistencia de las leyes en la equidistribución, los agentes involucrados en el urbanismo ―redactores de planes, funcionarios, políticos, propietarios y empresarios del sector―nunca se lo han creído. Esta exigencia distributiva legal se toma por lo general como un engorroso requisito que en la medida de lo posible conviene sortear (así, es frecuente manipular los coeficientes para lograr los pretendidos equilibrios). Hasta el propio legislador canario ha mostrado una cierta aversión a estas cuestiones: la Ley 9/1999 de Ordenación del Territorio prohibió la equidistribución generalizada para todo el suelo urbanizable (y sigue vigente) y en la actual Ley del Suelo se establece que, con el fin de facilitar la gestión, los coeficientes podrán ser iguales a la unidad (es decir, que permite no ponderar los usos). El argumento, explícito en la norma vigente en Canarias, de que eso de los aprovechamientos es muy difícil y complica innecesariamente la gestión urbanística ha calado, pero es completamente falso, aunque ahora no puedo argumentarlo. 

A mi modo de ver, lo que subyace en el fondo es una voluntad ―consciente en mayor o menor grado– de obviar los efectos económicos de la ordenación urbanística. Ello, además de las injusticias distributivas de los beneficios y cargas del planeamiento, implica dos consecuencias importantes. De un lado, que permite ventajas desproporcionadas para algunos; de otro, que los intereses públicos suelen salir perjudicados. Nada extraño: cuando no hay transparencia ―y los efectos económicos de la ordenación urbanística están siempre inmersos en densas brumas― suelen ocurrir estas cosas. Por eso creo que es importante recuperar en la práctica del urbanismo la finalidad originaria del aprovechamiento, más allá de entenderlo como meros ajustes aritméticos. En la actualidad, cuando su aplicación al suelo urbanizable será cada vez más residual, adquiere todavía más relevancia. Estoy pensando en las actuaciones en suelo urbano consolidado que abundarán en los próximos años y en las que la determinación de los incrementos de aprovechamiento (actuaciones de dotación) se convierte en asunto clave y fuente de previsibles conflictos.

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