domingo, 12 de mayo de 2024

Pesimismo

Una de las premisas básicas del capitalismo es que, mediante la asignación de precios en función de la oferta y la demanda, el mercado libre es el sistema más eficiente para satisfacer las necesidades de bienes y servicios (recursos escasos) a la sociedad. Todo intento de establecer los precios “artificialmente” (en valores distintos a los del mercado) resulta contraproducente, generando más efectos negativos que las ventajas que se pretenden. Esto último ha sido demostrado en distintas ocasiones históricas y en relación a numerosos bienes y servicios, siendo el ejemplo paradigmático el “socialismo real” durante el siglo XX. Ahora bien, en la teoría económica, se hacen equivalentes los conceptos de necesidad y demanda. O dicho de forma más precisa, el precio es el mecanismo más eficiente para satisfacer la demanda de un bien o servicio (a ese precio), suponiéndose así implícitamente que también se está satisfaciendo la necesidad del mismo. Es decir, no existen necesidades reales, objetivas, de bienes y servicios, sino demandas, que son variables en función del precio. 
 
En una conocida obra de divulgación económica –Basic Economics–, Thomas Sowell, uno de los más prestigiosos economistas liberales, ejemplifica lo anterior en relación a la vivienda. Revisando determinados momentos de la historia contemporánea estadounidense, concluye que la demanda de vivienda aumentó cuando el precio de ésta era bajo debido a la intervención pública, lo que generó un déficit de oferta. Sin embargo, cuando se dejó al mercado que asignara los precios (que subieron), la demanda se redujo. Al asociar demanda y necesidad, la teoría económica pretende concluir que ésta ha sido resuelta y Sowell simplemente comenta que quienes antes “necesitaban” vivienda ya no la necesitan porque, al no poder pagarla, seguían en casa de sus padres, compartían piso, reducían sus pretensiones de tamaño u optaban por cualquier otra solución (incluyendo, por ejemplo, vivir en la calle). 
 
Similar planteamiento (aunque menos desarrollado) subyace en algunos breves comentarios que hace este autor para calificar de mayor calidad los servicios médicos con precios fijados por el mercado que aquellos a precios artificialmente bajos (o gratuitos). En el segundo caso (el de los países son sistemas de salud públicos) hay más ineficiencia, retrasos en las prestaciones, falta de priorización y deterioro en la atención. Si el paciente tuviera que pagar por el servicio –dice– no demandaría atención sanitaria por un resfriado leve. Lo que no dice –quizá por demasiado sangrante– es que tampoco la demandaría por un cáncer, ya que no podría pagar el servicio. Al hacer equivalentes demanda y necesidad, solo necesitan asistencia médica quienes pueden pagar el precio de los servicios. 
 
Ciertamente el mercado “libre” (que en la práctica tampoco lo es, pero de momento podemos asumirlo como tal) es un mecanismo muy eficaz de distribuir los bienes y servicios, ajustando la demanda y la oferta mediante la asignación de precios. El problema es que esa distribución se hace prescindiendo de quienes no pueden pagar el precio; las necesidades de esas personas simplemente no forman parte de la demanda (y, por tanto, no son objeto de la economía). En un laudable ejercicio de fe, los creyentes en el sistema de mercado sostendrán que éste creará ofertas específicas para esas demandas, obviamente a precios inferiores, obviamente a calidades inferiores (infraviviendas, servicios sanitarios sin garantías). Por duro que parezca, este panorama es mejor que intervenir el mercado (los precios) porque hacerlo supone limitar el crecimiento de la economía y, en consecuencia, empeorar aun más la situación de los más desfavorecidos. Por el contrario, “dejar hacer” al mercado conlleva el estímulo económico que, a menos o más largo plazo, permite que las necesidades de más población formen parte de la demanda y, por tanto, encuentren oferta que las satisfaga. 
 
Hay mucho de verdad en la teoría económica. Ciertamente, la motivación por la ganancia (estímulo fundamental del capitalismo) exige ampliar la demanda y, consiguientemente, cubrir las necesidades de cada vez más población. Así ha ocurrido durante el siglo XX en los países occidentales y también en otras partes del mundo. Pero hay dos consideraciones importantes que no deben olvidarse. La primera, que la ampliación de la demanda a los sectores más desfavorecidos se produce siempre residualmente, una vez satisfechas las demandas prioritarias (clases altas). Dicho en términos un tanto demagógicos: para que el mercado ayude un poco a los pobres antes ha de enriquecer bastante más a los ricos. Naturalmente, esto implica costes sociales cuya solución (represión) corresponde al Estado, toda vez que la función fundamental (si no única) que la teoría liberal reconoce a los poderes públicos es precisamente garantizar el funcionamiento “libre” del mercado. 
 
La segunda consideración es que el capitalismo se basa en el crecimiento de la oferta de bienes y servicios y ello implica también el del consumo de recursos y de residuos. Pero, desde hace ya algunos años, se ha verificado que estamos llegando a límites ecológicos tanto en la disponibilidad de recursos (agotamiento tanto de los vivos como de los inertes) como en la capacidad de absorción de nuestros residuos (emisiones a la atmósfera, océanos y medio terrestre). Las alarmas se repiten desde todos los ámbitos y, sin embargo, no se adoptan las decisiones evidentes que serían necesarias para evitar la catástrofe. Es cierto que el discurso político (con excepciones muy relevantes) asume ya explícitamente postulados incuestionables científicamente, pero las medidas que se adoptan no pasan de meros retoques cosméticos que apenas arañan el funcionamiento básico del sistema económico. 
 
Ya no esperamos una intervención divina que nos salve, pero hemos trasladado nuestra fe al mercado. O probablemente no sea así, sino que esté ocurriendo como con aquellos papas del Renacimiento que no creían en Dios, pero defendían la Fe porque así les convenía. Intuyo que los actuales papas del capitalismo saben de sobra que nuestra supervivencia requiere cambiar radicalmente las reglas del funcionamiento de la economía, pero no están dispuestos a permitirlo. Conscientes de la gravedad, se reafirman los mensajes que refuerzan el pensamiento dogmático aportando propuestas lampedusianas de aggiornamento (capitalismo verde, por ejemplo) que permitan corregir y ajustar el sistema económico a las nuevas exigencias. Pero éstas, cuando se adoptan, son tan tímidas que apenas resuelven nada, como los datos se encargan de demostrar año a año: todos los indicadores empeoran, cada día que pasa estamos más cerca de superar límites irreversibles que hacen peligrar nuestra vida en sociedad. 
 
Personalmente, estoy convencido de que el desastre que tenemos a la vista solo puede evitarse con una radical transformación del capitalismo. En concreto, coincido con Jason Hickel (recomiendo encarecidamente la lectura de su libro Menos es Más), en que hay que pasar de una economía basada en el crecimiento a otra del decrecimiento. Sin embargo, a diferencia de ese autor, no creo que eso ocurra. O, al menos, no de forma aceptablemente pacífica. El comportamiento de nuestra especie (que poco tiene de sapiens) me hace presagiar lo peor: desastres climáticos, migraciones masivas, violencia social, hambrunas, muertes en proporciones inimaginables. Todo lo que sea necesario para que la vida en la Tierra prosiga. Creo que estamos a las puertas de la peor catástrofe de la historia de nuestra especie (no del planeta), una catástrofe evitable y, sin embargo, ineludible. Ojalá me equivoque, pero los datos no dejan mucho atisbo a la esperanza. Mi único y egoísta consuelo es no llegar a ver los efectos más dramáticos y terribles de este apocalipsis.

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