domingo, 24 de julio de 2022

Breve historia de la capacidad de carga turística en Canarias (1)

La preocupación por el “exceso” de turismo en Canarias tiene ya larga duración. Piénsese que el archipiélago –especialmente sus dos islas capitalinas y, algo posteriormente, Lanzarote y Fuerteventura– experimentó a partir de la década de los sesenta un crecimiento vertiginoso en la acogida de turistas. En 1962, el número de personas que visitaron las Islas rondó las 100.000; en 1982, al constituirse la Comunidad Autónoma, Canarias recibía unos 3.000.000 de turistas. En 20 años, las cifras se multiplicaron por 30, lo que supone una tasa media anual del 18,5% que es absolutamente desmesurada. Cuando, en virtud del Estatuto de Autonomía, la ordenación turística pasó a formar parte de las competencias de autogobierno, había motivos suficientes para la preocupación. Porque, como es obvio, este flujo siempre creciente de visitantes supuso durante aquellas dos décadas una notable transformación urbanizadora de los territorios insulares. Aparecieron, a través de la planificación urbanística, las nuevas urbanizaciones turísticas, ocupando preferentemente los suelos litorales de las partes más soleadas de las Islas. En el caso de Tenerife, al iniciarse la andadura autonómica, ya estaban clasificados por distintos instrumentos de planeamiento la mayor parte de la extensión que en la actualidad alberga o es susceptible de albergar usos turísticos. 
 
Así pues, hacia mediados de los 80 Canarias podía considerarse un destino turístico consolidado, de acuerdo a la conocida teoría de los ciclos de vida de los destinos turísticos planteada originalmente por Richard Butler (1980). Consiguientemente, cabía esperar que el modelo diera muestras de estancamiento e incluso declive y esa preocupación empezó a expresarse por algunas voces (sin necesidad de haber leído literatura académica turística) que también comenzaron a reclamar medidas de limitación al crecimiento o, al menos, acompasarlo a otros indicadores de sostenibilidad. Sin embargo, lo cierto es que el Gobierno de Canarias apenas afrontó la regulación del turismo durante su primera década de existencia. Los debates y medidas se centraron en la ordenación territorial, en el marco de la elaboración de los planes insulares amparados por la Ley 1/1987. Sería objeto de otro post revisar los planteamientos al respecto de los primitivos PIOs (y de los documentos previos para Tenerife y Gran Canaria encargados por el Gobierno de Canarias). Como muestra recordaré que el PIO de Lanzarote (el primero en aprobarse, en 1991) ya señalaba que el tipo de desarrollo turístico que había sufrido la Isla “ha producido un alto deterioro medioambiental, con altos niveles de masificación y contaminación y un modelo urbanizador poco respetuoso con los ecosistemas físicos, paisajísticos, sociales y culturales”, añadiendo que el modelo presentaba graves peligros de degradación y crisis a medio plazo. 
 
Hacia finales de los 80, Canarias vivió su segunda gran crisis turística. No fue tanto una crisis de demanda (la afluencia de visitantes siguió creciendo) sino, sobre todo, de exceso de oferta. Por esos años se estaba viviendo un boom inmobiliario-turístico que, más o menos bruscamente, se demostró sobredimensionado y generó desplomes de precios y quiebras en varias iniciativas constructoras. Esa crisis reforzó los argumentos de quienes defendían que era necesario controlar el crecimiento de la oferta. Me acuerdo de que el clima mediático en 1990 era casi apocalíptico (se hablaba de que los especuladores había matado la gallina de los huevos de oro) y aparecieron en prensa reclamaciones al Gobierno, incluso desde sectores empresariales, para que impusiera una “moratoria turística”. En ese contexto, el PIO de Lanzarote estableció límites máximos de plazas turísticas (y residenciales) para los años 1996 y 2000, algo que ningún otro Plan Insular consideró conveniente hacer. También de esa época es el breve libro de Antonio Machado Carrillo “Ecología, medio ambiente y desarrollo turístico en Canarias” (1990) que entonces asesoraba a la presidencia de Gobierno (era presidente Lorenzo Olarte). 
 
La crisis pasó dejando como consecuencia unos primeros intentos de cambio del modelo turístico canario, buscando su diversificación y mejora de la calidad, como requisitos para mantener su competitividad (los estudiosos dicen que a partir de entonces empieza una nueva etapa del desarrollo turístico canario). No obstante, la afluencia turística siguió creciendo y lógicamente también la oferta alojativa (en suelo urbanizado y establecimientos). Durante la última década del pasado siglo, el número de turistas en Tenerife pasó de unos 2,7 millones (1990) a 4,64 (1999), lo que supone una tasa media anual del 5,5%, bastante inferior a la del periodo inicial pero aún así tremendamente alta (en ese mismo periodo 1990-1999 la población residente de Tenerife creció a una media anual del 0,67%, ocho veces inferior al crecimiento turístico). Por otro lado, la oferta alojativa insular pasó de unas 124.900 plazas en 1990 a 162.600 en 1999, lo que equivale a un incremento medio anual del 2,67%, menos de la mitad que la tasa de crecimiento de la demanda. Pareciera pues que, en efecto, la fiebre constructora se atemperó durante los noventa, pero no fue a causa de la intervención pública –que no existió– sino simplemente por un cierto retraimiento (o miedo) de los operadores inmobiliarios. 
 
En la mitad de esa última década del siglo pasado se promulga la primera norma legal sobre Turismo en Canarias, algo que llama la atención en una Comunidad Autónoma en la que el sector tiene un peso tan decisivo y que contrasta, por ejemplo, con la intensa labor normativa sobre la materia desarrollada en Baleares desde que se constituyó la Comunidad Autónoma. La Ley 7/1995, de 6 de abril, de Ordenación del Turismo de Canarias –todavía vigente– es, en términos generales, una buena norma para la regulación básica del sector, incluyendo aspectos territoriales y urbanísticos. Sin embargo, no aborda el espinoso asunto de los límites de la capacidad turística de Canarias. Aun así, en su artículo 58, al establecer las previsiones turísticas que deben contener los planes insulares, indica que éstos han de señalar la capacidad máxima y límites de la oferta alojativa. Pero este precepto pasó desapercibido (y sigue así). De hecho, todos los planes insulares, salvo el de Lanzarote, se aprobaron cuando ya la Ley 7/1995 estaba en vigor y, que yo sepa, ninguno fijaba límites cuantitativos a la oferta alojativa de la isla y mucho menos de cada uno de sus núcleos turísticos (al menos, el de Tenerife no lo hizo). En mi opinión, por más que la Ley lo estableciera, durante esos años no había ninguna voluntad, ni en los Cabildos ni en el Gobierno de Canarias (que era el que aprobaba los PIOs) de meterse en el berenjenal de fijar límites. 
 
No obstante, la preocupación por el crecimiento del turismo (en especial de la oferta) fue generalizándose cada vez más durante los noventa y por fin, con el nuevo gobierno de Canarias surgido tras las elecciones de 1999, se empezarían a adoptar medidas. Me refiero, claro, a las moratorias turísticas y las Directrices. Pero eso ya lo contaré en un próximo post.

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