sábado, 3 de junio de 2023

La ordenación territorial y urbanística y los funcionarios públicos

La ordenación del territorio y el urbanismo son, como es bien sabido, funciones públicas. Es decir, ordenar el territorio (en sus diversas escalas y ámbitos) corresponde a las distintas esferas de la Administración Pública. Consiguientemente, la elaboración, tramitación y aprobación de los instrumentos mediante los cuales se ejerce la actividad de ordenación del territorio corresponde, en principio, a la Administración Pública, sin perjuicio de que la redacción de aquéllos pueda delegarse en profesionales externos, pero siempre bajo la dirección pública. Estas afirmaciones elementales estaban explícitamente establecidas en la anterior legislación urbanística canaria (artículos 2 a 7 del Texto Refundido de las Leyes de Ordenación del Territorio y de los Espacios Naturales de Canarias) y aunque con menos desarrollo e insistencia, siguen recogidas en la vigente Ley del Suelo y de los Espacios Naturales Protegidos de Canarias (LSENPC). No podía ser de otra manera porque se trata de un principio básico y originario del ordenamiento jurídico español. 
 
Importa mucho recordar este principio cuando se observa y juzga el comportamiento de nuestras administraciones en esta materia. De acuerdo al mismo, la función esencial del departamento de cualquier administración al que se encomienda la ordenación territorial o urbanística (una oficina técnica municipal, una gerencia de urbanismo o el área de planificación de un Cabildo), la función que justifica su propia existencia, es ordenar el territorio, sea el insular o el municipal. La misión fundamental de los funcionarios de esos departamentos, independientemente de su especialización profesional, es identificar los problemas y necesidades del territorio sobre el que son competentes y proponer las actuaciones de ordenación adecuadas para resolverlos. Ello exige una actitud proactiva que actualmente es difícil de encontrar en los funcionarios municipales. Aunque no sea más que una anécdota, lo que me dijo hace ya unos años la jefa de servicio de una gerencia municipal de urbanismo –“la finalidad de nuestro trabajo es asegurarnos de que en el municipio se cumple la normativa vigente”– me parece muy representativo del grave error en que incurren muchos funcionarios sobre cuál es su función. Naturalmente que el departamento de la Administración responsable de la ordenación del territorio debe garantizar que todas las actuaciones que le competen han de ser acordes a la normativa vigente. Pero eso es un requisito inexcusable de su actuación, no la finalidad de la misma. Que la mayoría de los funcionarios asuman, de modo más o menos consciente, la frase de aquella jefa de servicio, es uno de los factores causales que explican la gravísima situación actual de la Administración Pública en relación a la ordenación del territorio y el urbanismo. 
 
Si nos referimos concretamente al planeamiento municipal, la falta de proactividad de los funcionarios de estos departamentos es, sin duda, una de las causas relevantes (no la única) de la mala calidad y deficiente eficacia de la ordenación urbanística. El Plan General (PGO) de un municipio es el instrumento que no solo establece el modelo de ordenación del mismo (lo que legalmente se llama la ordenación estructural) sino también las determinaciones pormenorizadas en base a las cuales se valoran y autorizan iniciativas concretas de intervención, por ejemplo, la construcción de un edificio. Aprobado un PGO, inevitablemente se va comprobando durante la gestión municipal que muchas de sus determinaciones no son adecuadas, que no ofrecen las soluciones de ordenación más convenientes o que incluso dificultan o impiden iniciativas favorables al interés público. Ante estas situaciones, repetidas cotidianamente, la actitud habitual de los funcionarios responde a lo que alguna vez he llamado “sacralización del plan”. Apenas se cuestiona si esas determinaciones son las adecuadas, limitándose a aplicarlas (normalmente, denegando la iniciativa) con mucha frecuencia en sus interpretaciones más restrictivas. En mi opinión, en estos casos tan frecuentes, la actitud del funcionario debería ser la de buscar las interpretaciones de la norma más favorable a los intereses públicos (obviamente, nunca contradiciendo la literalidad del precepto) e incluso proponer al promotor de la iniciativa correcciones que permitan su conformidad con el plan. Pero, sobre todo, lo que debe hacer al detectar determinaciones incorrectas del planeamiento es propiciar la modificación de las mismas, en un esfuerzo continuado de mejora de la ordenación del municipio. 
 
Cuando empecé en el mundo del urbanismo (allá por los principios de los ochenta) estaba de moda la expresión “planeamiento continuo”, con la que se quería dar a entender que el proceso de ordenación de un territorio no acababa con la aprobación del Plan, sino que la propia gestión debía implicar la continua adecuación de sus determinaciones, corrigiendo las determinaciones erróneas o inadecuadas a una realidad cambiante. Hoy eso se traduce en modificaciones del PGO, en la casi totalidad de los casos con la calificación legal de “menores”, porque no cuestionan el modelo de ordenación municipal. En mi opinión, las oficinas de urbanismo municipal habrían de estar continuamente identificando esas “disfunciones” del planeamiento vigente y proponiendo las pertinentes soluciones. El procedimiento legal sería, claro está, la elaboración y tramitación en paralelo de modificaciones menores, normalmente acotadas a temas y ámbitos espaciales concretos (en los que se ha detectado un problema con el Plan). Cada una de estas modificaciones supone unos tiempos cortos de elaboración y tramitación. Además –y esto es muy importante–, al acotar estrictamente el ámbito (territorial y temático) de la modificación, permite una profundización y mejora en la calidad de la ordenación, así como una mucho mayor participación de los interesados y afectados en el proceso de elaboración. Cabe añadir que esta forma de actuación de los encargados del urbanismo municipal permitiría obtener resultados tangibles en tiempos razonables, haciendo ver a la ciudadanía y a los responsables políticos que el planeamiento es una herramienta para resolver problemas y no una de las causas de los problemas, que es la idea cada vez más instalada (y con no pocos motivos) entre muchos de los gestores de lo público. 
 
Sin embargo, esa forma de actuación que brevemente he descrito no es ni mucho menos la tónica del comportamiento de los departamentos de nuestras administraciones competentes en la ordenación territorial y urbanística (aunque es verdad que empiezan a apreciarse tímidos cambios). Por el contrario, predomina la inercia de tantos años que podría simplificarse en el mantra de la necesidad de adaptar el planeamiento a las nuevas leyes, haciendo un objetivo en sí mismo que el Plan cumpla la Ley (que, repito, es un requisito) y sin prácticamente ninguna reflexión sobre qué es lo que hay que cambiar de la ordenación sustantiva. En consecuencia, los ayuntamientos se embarcan en procesos de elaboración de un nuevo plan general completo (lo que legalmente antes se llamaba revisión), encargando el trabajo a profesionales externos sin establecer los criterios específicos con los que se deben definir las soluciones de ordenación. Como es sobradamente conocido, estos procesos se hacen eternos (rara vez bajan de tres mandatos municipales) y con mucha frecuencia no llegan a su fin. Entre tanto, durante un larguísimo plazo, sigue vigente una ordenación con numerosas determinaciones que han de cambiarse, pero no se hace porque se está elaborando el nuevo Plan. Plan que, cuando se apruebe, adolecerá inevitablemente de problemas similares y requerirá necesariamente modificaciones puntuales. 
 
Se requiere urgentemente un cambio radical en la concepción de la ordenación del territorio y urbanística y en la forma de actuar de las administraciones públicas competentes, si queremos que el planeamiento recupere la función que lo legitima y deje de ser una rémora insoportable en el objetivo de lograr territorios mejor ordenados (y por ende más sostenibles). Pero ello exige, imprescindiblemente, el consecuente cambio en la actitud de los funcionarios (no creo, en cambio, que sean necesarios apenas cambios legales). Que interioricen de verdad que su función es mejorar la ordenación, resolver problemas; que su función no es en absoluto limitarse a aplicar las normas acrítica y burocráticamente, sin preocuparles si el resultado de sus informes (tantas veces desde interpretaciones restrictivas) es lo mejor para el interés público. Lamentablemente, desde mi experiencia, la actitud de los funcionarios en los últimos años ha evolucionado en el sentido contrario al deseable, imponiéndose cada vez más lo que llamaré “el formalismo jurídico” frente a comportamientos proactivos. El resultado está a la vista: gran ineficacia e insuficiencia en la actividad de ordenación (apenas se aprueba nada) y enorme burocratización procedimental que alarga los plazos de cualquier iniciativa mucho más allá de lo razonable. ¿Es posible cambiar a los funcionarios? Indudablemente es muy difícil, pero me niego a aceptar que sea imposible pues ello implicaría admitir que el actual desastre de la ordenación del territorio no tiene solución. Podría aportar, a modo de recetas, distintas cosas que pueden hacerse, pero no es éste el lugar. Sí diré que, en mi opinión, es urgente intensificar la formación de los funcionarios (actuales y futuros), tanto en el ámbito profesional como, sobre todo, respecto de los criterios que deben presidir su conducta. Pero para ello al frente de los departamentos competentes en la ordenación territorial y urbanística deben situarse personas que, además de experiencia y saber profesional, tengan plenamente interiorizada esta actitud proactiva que he descrito. ¿Podemos ser optimistas?

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