lunes, 19 de febrero de 2024

Vivienda vacacional y economía colaborativa

No tengo muy claro qué es la economía colaborativa, pero sé que es guay: rememora los aires libertarios de los sesenta, parece una vía alternativa al capitalismo depredador, una forma de producir, distribuir y consumir consciente de la crisis ambiental, más responsable y democrática. Economía colaborativa es (o era) compartir y hacerlo entre particulares. Por ejemplo, un grupo de vecinos de un pueblo del extrarradio que se pone de acuerdo para bajar a la ciudad cada día en el coche de uno de ellos, ahorrando gasolina y reduciendo la congestión de la carretera: todo son ventajas, privadas y públicas. Hay un solo inconveniente: esta práctica colaborativa no aporta nada al PIB sino que, por el contrario, contribuye a reducirlo, porque el PIB mide la producción para el mercado. Quizá podría considerarse que la economía colaborativa comprende el conjunto de actividades de producción, distribución y consumo que se desarrollan fuera del mercado, que no mueven dinero. 
 
En el caso del alojamiento temporal (las más de las veces por motivos vacacionales), el ejemplo perfecto de economía colaborativa es el intercambio de casas gratis entre particulares. Esto existe desde siempre, aunque reservado a las clases altas que, antes de la irrupción del turismo de masas, eran las únicas que se permitían viajar y que podían dejar su casa a los amigos. En realidad, no es más que una evolución de algo habitual en los viajes de los ricos (recuérdese el Grand Tour de los jóvenes ingleses del XVIII y XIX) que se alojaban gratis en las mansiones que sus varios amigos o conocidos poseían en los lugares que visitaban –solidaridad de clase alta–. Antes de Internet era complicado acceder a esta posibilidad, aunque sí se crearon algunas redes que se publicitaban por medios convencionales (agencias de viaje, prensa). Home Exchange, que creo que es la plataforma más importante de intercambio de casas, empezó así; en la actualidad se ha convertido en una red de más de cien mil miembros que ofrece sus casas gratis. Apuntarse a la red cuesta 160 € al año, que es el beneficio de la empresa por facilitar los contactos entre particulares y, supongo, dar algunas garantías. 
 
El intercambio de viviendas es desde luego economía colaborativa; por más que haya una empresa que cobra por mantener el soporte que permite los contactos, la actividad en sí misma está totalmente fuera del mercado, los propietarios de las viviendas no cobran por dejárselas a otros. Ahora bien, no es el caso de las viviendas vacacionales, que se ofrecen como alojamiento turístico por motivos de negocio, para ganar dinero. A este respecto no hay ninguna diferencia entre las viviendas vacacionales y los hoteles: ambos son inmuebles en los que se ofrece un servicio de alojamiento turístico a cambio de un precio. Así pues, no puede considerarse que el negocio de la vivienda vacacional forme parte de la economía colaborativa, en la concepción original de ésta. 
 
Ahora bien, el término economía colaborativa parece que evolucionó para incluir también las actividades dentro del mercado (con dinero) pero siempre que fueran entre particulares. Por ejemplo, si compro un producto en una tienda (en la física o a través de su web) no estoy en la economía colaborativa, pero sí cuando el vendedor es una persona física como yo, con la que establezco una relación tú a tú (peer to peer). A mi modo de ver, este modelo de transacciones poco tiene de colaborativo; no obstante, se elogia atribuyéndole diversas ventajas frente a la actividad mercantil encubierta, la principal de ellas que “democratiza” el mercado permitiendo el acceso de todos. Como consecuencia, los defensores de la competencia (en especial la CNMC) aplauden la economía colaborativa (entendida en este sentido amplio) porque implica la aparición de nuevos productos y servicios, aumentando y mejorando la calidad y diversidad de la oferta, con claros beneficios para el consumidor (y para le economía en su conjunto). 
 
A mí no me parece tan evidente que la oferta comercial de bienes y servicios por particulares sea siempre buena, sobre todo cuando, gracias a internet, alcanza cifras relevantes de negocio. Lo cierto es que una de las más notables ventajas competitivas de estas actividades es que escapan, al menos parcialmente, de los controles que se exigen a los operadores tradicionales (“no colaborativos”) en el mismo negocio. Aun así, es verdad que cada vez más se consolidan negocios de venta directa al consumidor (por ejemplo, de productos hortofrutícolas) cumpliendo los requisitos legales y suponiendo una mejora en los precios, tanto para el consumidor como para el productor. 
 
En el caso de la vivienda vacacional me parece bastante discutible que la posibilidad de que los propietarios particulares pongan su vivienda en el mercado turístico sea algo bueno, sobre todo cuando las dimensiones cuantitativas de este negocio pasan a ser muy significativas en relación al conjunto del sector. Pero la reflexión sobre los efectos del crecimiento de las viviendas vacacionales (en concreto en Canarias) lo dejo para un próximo post. De momento, lo que quiero hacer notar es que una gran proporción de los operadores en el negocio de la vivienda vacacional son empresas. No se trata ya de pequeños propietarios de viviendas que complementan sus ingresos poniéndolas en alquiler vacacional, sino de empresas propietarias de varios inmuebles que los explotan turísticamente bajo esta modalidad. 
 
En Canarias hay unas 48.000 viviendas “oficiales” con más de 195.000 plazas turísticas, lo que representa más de un tercio de la oferta total. Son números muy altos, que obligan a reflexionar sobre una modalidad alojativa que ha crecido enormemente casi sin que nos demos cuenta y, desde luego, sin que tengamos las ideas claras de sus efectos y del papel que deben jugar en el futuro del archipiélago. Pero, al margen de la necesidad de pensar y decidir sobre las viviendas vacacionales, quiero resaltar que, según un estudio realizado en enero de este año por el Observatorio Turístico de Canarias, el 28% de las viviendas vacacionales eran propiedad de personas jurídicas. Pero, además, resulta que más de la mitad de las plazas ofertadas son de propietarios de más de una vivienda vacacional y una cuarta parte son de propietarios con cinco o más viviendas vacacionales. Me temo que el sector cada vez responderá menos a esa idea de transacciones “colaborativas y democráticas” entre particulares. 
 
En resumen, considerar la vivienda vacacional como partícipe de la llamada economía colaborativa es, a todas luces, inexacto, al menos en Canarias. Se trata de una modalidad de explotación turística a cuyo acelerado crecimiento reciente hemos asistido sin apenas hacer nada. No descarto que en esa pasividad y hasta complacencia de la administración pública haya influido la errónea concepción de la vivienda vacacional como parte de la economía colaborativa, con el marchamo positivo que implica. Pero nada tiene que ver la vivienda vacacional con la economía colaborativa (si acaso en porcentajes residuales) y, en cambio, sí afecta y mucho a la capacidad de carga (turística y total) del Archipiélago. Por eso, es necesario y urgente conocer esta modalidad (en especial sus efectos), regular y, con toda seguridad, limitarla.

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