lunes, 12 de febrero de 2024

Necesidad de revisar y redefinir los límites de la ordenación urbanística (1)

Desde mucho antes de que pueda hablarse de urbanismo tal como hoy lo entendemos correspondía a los gobiernos locales intervenir sobre los usos y actividades de las poblaciones, estableciendo limitaciones a las actividades constructivas privadas; era lo que, hasta hace poco, se dio en llamar policía urbana. Cuando hacia mediados del siglo XIX se inician las actuaciones de reforma interior y de ensanche –dando origen al urbanismo moderno–, las nuevas competencias urbanísticas del planeamiento y de la gestión pasaron a radicar en los Ayuntamientos por la propia inercia histórica, pese a intermitentes disputas entre éstos y el gobierno central. Así, al menos desde la Ley municipal de 1870 se atribuye a los Ayuntamientos la competencia en “apertura y alineación de calles y plazas y de toda clase de vías de comunicación”, texto que se mantuvo prácticamente inalterable en las posteriores normas reguladoras de las entidades locales: Estatuto municipal de 1924 (Dictadura de Primo de Rivera), Ley municipal de 1935 (II República) y Ley de Bases de Régimen Local de 1945 con sus posteriores modificaciones (Franquismo). 
 
En congruencia con la tradicional atribución a los municipios de las tareas de policía urbana, el Ministerio de Gobernación dictó en 1846 una Real Orden que ordenaba a los “ayuntamientos de los pueblos de crecido vecindario” que elaboraran un plano geométrico de sus poblaciones en el que definieran no solo el estado actual de las alineaciones actuales sino también las alteraciones previstas. Estamos ante el primer intento de contar con instrumento de planeamiento para la ciudad en su totalidad y también –lo que es muy importante– ante los inicios de la regulación jurídica de la conflictiva relación entre el espacio público y los predios privados o –lo que es lo mismo– de la configuración del derecho de propiedad inmobiliaria (del suelo y de la edificación). Bien es verdad es que la citada Real Orden apenas se tradujo en resultados efectivos, aunque hubo unas cuantas ciudades (San Sebastián, Tolosa, Avilés, Baeza, Denia, Alicante, entre otras) que los elaboraron y remitieron al Ministerio.
 
A lo largo del último tercio del siglo XIX, la formación del derecho urbanístico español avanzó en dos líneas separadas: de un lado, las normas para regular los ensanches, sentando los criterios de lo que vino a ser el régimen del suelo urbanizable; de otro, la que se preocupaba de lo que entonces se llamó el saneamiento y mejora interior de las poblaciones, ámbito en el que empezarían a ensayarse las herramientas de las actuales operaciones en suelos urbanos consolidados. Hay que esperar hasta 1956 para que se elabore la primera Ley general de urbanismo, superando la situación normativa previa que, en palabras de la Exposición de Motivos, se conformaba por varias “disposiciones que, promulgadas en muy diferentes fechas, no integran un conjunto orgánico”. La Ley del Suelo de 1956 establece la estructura de nuestro Derecho urbanístico, vigente casi setenta años después y, uno de sus pilares, es la consagración de la competencia de los ayuntamientos en la planificación urbanística, así como en la gestión e intervención. 
 
Bien es cierto que, ya desde ese primer texto, se reconoce la necesidad de instrumentos de planificación supramunicipal (plan nacional, planes provinciales y planes comarcales) que, con la reforma de 1975, pasan a denominarse planes directores territoriales de coordinación. Puede decirse que, aunque embrionaria y vagamente, existía una división entre dos ámbitos de planificación: el urbanístico (que competía a los ayuntamientos) y el territorial (que había de ser ejercido por administraciones supramunicipales). Esta diferenciación aparece expresamente reconocida en el artículo 148 de la Constitución de 1978 que, al referir las materias sobre las que pueden asumir competencias las Comunidades Autónomas (todas lo han hecho) cita separadamente la ordenación del territorio y el urbanismo. Naturalmente, siguiendo lo establecido en la Reforma de 1975 en relación a los planes directores territoriales de coordinación, las determinaciones de ordenación territorial deben ser respetadas por los ayuntamientos en la ordenación urbanística lo cual, al menos en teoría, establecía límites a la competencia municipal. 
 
Sin embargo, las fronteras entre las competencias de ordenación supramunicipales y municipales nunca se delinearon con precisión suficiente. La propia concepción original de los instrumentos territoriales les restaba eficacia real. Denominarlos “planes directores” apuntaba a que su alcance no debía descender a determinaciones de aplicación directa en la autorización de actos sobre el territorio (por ejemplo, de urbanización o de edificación). Que se llamaran “de coordinación” sugería que se justificaban cuando había necesidad de atender aspectos conflictivos entre las ordenaciones urbanísticas de municipios adyacentes o cercanos. En todo caso, nunca se cuestionó que el plan general urbanístico ordenaba la totalidad del término municipal (y dado que todo el territorio está dividido en términos municipales, de la suma de los planes generales resultaba la ordenación completa del país) y, por el contrario, sí era necesario motivar sólidamente la legitimidad de un plan territorial para condicionar la competencia municipal de ordenación del suelo. 
 
Esta situación, heredada de la época del “urbanismo estatal” pero que se mantiene en los tiempos actuales del urbanismo autonómico”, es debida a diversas causas. La más importante, a mi juicio, es que la experiencia acumulada en la elaboración y gestión de los planes urbanísticos municipales ha sido muchísimo mayor que la del planeamiento territorial. Además, cuando ha habido conflictos en cuanto a las competencias de planeamiento, la jurisprudencia ha sido por lo general bastante restrictiva hacia lo territorial, exigiendo a éste duros requisitos para que sea legítima su “injerencia” en la “autonomía municipal”. Por último, tengo la impresión que, ni en el momento de la formación de las Comunidades Autónomas ni posteriormente, se ha producido la, a mi juicio, necesaria discusión sobre el alcance y límite de los dos ámbitos de ordenación del suelo, sino que se asumió “inercialmente” el modelo heredado. 
 
Creo que esa discusión es pertinente, hasta urgente, diría yo, y muy especialmente en Canarias. Nuestras islas son territorios pequeños y la mayoría soportan una presión antrópica ciertamente excesiva. Existen 88 municipios, lo que supone una superficie media de algo menos de 85 km2; en Tenerife, con 31 municipios y 2.034 km2, la media desciende a 65 km2. Es una fragmentación excesiva del territorio insular, poco adecuada para la ordenación. Además, la gran mayoría de las dinámicas socioeconómicas a las que ha de dar respuesta el planeamiento obedecen a factores supramunicipales. Por tanto, no se debe seguir asumiendo que las competencias de ordenación y gestión del suelo son, en principio, de los ayuntamientos. Es necesario revisar el contenido de los planes urbanísticos, limitando su alcance a la ordenación a los aspectos que son municipales y, al mismo tiempo, llevando las decisiones de ordenación sobre los restantes a instancias supramunicipales (con la participación, claro está, de los ayuntamientos).

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